Estar engañado o perecer

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Recuerdo cómo, al salir de la adolescencia, abismado en lo fúnebre, vasallo de un solo pensamiento, entré al servicio de todas las fuerzas que me invalidaban. Mis otros pensamientos no me interesaban: demasiado bien sabía yo a dónde me llevaban, hacia dónde convergían. Desde el punto en que no tenía más que un problema, ¿para qué detenerme en los problemas? Como dejaba de vivir en función de un yo, dejaba a la muerte campo libre para avasallarme; de este modo, yo ya no me pertenecía. Mis terrores, mi mismo nombre, eran llevados por ella y, sustituyendo a mis miradas, me hacía ver en todas las cosas las huellas de su soberanía. En cada transeúnte discernía yo el fiambre, en cada olor, la podredumbre, en cada alegría, la última mueca. Tropezaba en todo lugar con futuros ahorcados, con sus sombras inminentes: el futuro de los otros no comportaba misterio alguno para la que los miraba a través de mis ojos. ¿Estaba yo embrujado? Así me gustaba creer. Además, ¿contra qué reaccionar? La nada era mi hostia: todo en mí y fuera de mí se transubstanciaba en espectro. Irresponsable, en las antípodas de la conciencia acabé por entregarme al anonimato de los elementos, a la embriaguez de la indivisión, completamente decidido a no reasumir de nuevo mi ser ni a convertirme otra vez en un civilizado del caos.
Incapaz de ver en la muerte la expresión positiva de la vacuidad, el agente que despierta a la criatura, la llamada que resuena en la ubicuidad de los sueños, me sabía la nada de memoria y aceptaba mi saber. Incluso ahora, ¿cómo podría yo desconocer la autosugestión de la que surgió el universo? Protesto, empero, contra mi lucidez. Necesito realidad a cualquier precio. Sólo por cobardía experimento sentimientos; quiero, sin embargo, ser cobarde, imponerme un «alma», dejarme devorar por la sed de lo inmediato, zaherir a mis evidencias, encontrarme un mundo cueste lo que cueste. Si no lo encontrase, me contentaría con una brizna de ser, con la ilusión de que algo existe ante mis ojos o en otra parte. Seré el conquistador de un continente de mentiras. Estar engañado o perecer: no hay otra elección. Al igual que ésos que han descubierto la vida dando un rodeo por la muerte, me precipitaré sobre la primera engañifa, sobre todo lo que pueda recordarme la realidad perdida.

Tras la cotidianidad del no ser, ¡qué milagro el del ser! Es lo inaudito, lo que no puede ocurrir, un estado de excepción. Nada hace presa en él, salvo nuestro deseo de alcanzarle, de forzar la entrada, de tomarle por asalto.
Existir es una costumbre que no desespero de adquirir. Imitaré a los otros, a los astutos que lo han logrado, a los tránsfugas de la lucidez, saquearé sus secretos y hasta sus esperanzas, feliz de poder aferrarme con ellos a las indignidades que conducen a la vida. El no me fatiga, él sí me tienta. Habiendo agotado mis reservas de negación, y quizá la negación misma, ¿por que no debería yo salir a la calle a gritar hasta desgañitarme que me encuentro en el umbral de una verdad, de la única válida? Pero cuál pueda ser, eso lo ignoro todavía; no conozco más que la alegría que la precede, la alegría y la locura y el miedo.
Es esta ignorancia -y no el temor al ridículo- lo que me quita el valor del alertar al mundo de observar su espanto ante el espectáculo de mi dicha, de mi sí definitivo, de mi sí sin salida...

- Cioran